A los hombres les gusta la paz. Sabiendo esto, los movimientos pacifistas deberían atraer a muchedumbres de personas. Pero no es así, ni de lejos: una marcha pacifista suele reunir diez mil veces menos personas que una manifestación por las condiciones de jubilación o contra el aumento del costo de la vida…
¿Por qué será?
La respuesta queda en parte en lo que se le dice al ciudadano de a pie. Cuanto más se le diga que la guerra es horrible y criminal, más se asustará, más querrá que se le defienda y más aprobará la existencia de un ejército que parece ser la mejor herramienta para hacerlo.
¿Cómo podemos romper este círculo vicioso, aunque lógico? ¡Tampoco podemos decirle que la guerra es bonita!
El ciudadano de a pie cuestionará sus convicciones si le demostramos, sin pasión, con rigor, por medio de hechos comprensibles que él puede verificar, que el ejército supuesto protegerlo en realidad amenaza su seguridad y compromete el futuro de sus hijos y sus nietos.
Así es para nuestro ejército francés: nunca jamás podrá volver a defendernos, cuan poderosa sea y cualquiera sea la calidad de sus armas y sus jefes, debido a cómo han cambiado las armas, el mundo y nuestra situación geopolítica; podría hasta provocar al contrario la desaparición total de nuestra población en caso de un conflicto mayor en el mundo, aun no estando nosotros involucrados en él –y el riesgo se volvería certeza estando nosotros directamente involucrados; pesa sobre nuestra economía –37 mil millones de euros en 2010– disminuyendo así nuestras diminutas posibilidades de no perder la tercera guerra mundial, que es económica y cultural.
Quienquiera entienda esto, entenderá que a nuestro ejército lo tenemos que suprimir, no por razones de pacifismo, antimilitarismo o por amor de la paz y de nuestros vecinos, sino por razones de pragmatismo y preocupación por la seguridad. Por supuesto, no tendría que desaparecer por completo –algunas misiones muy limitadas todavía caen bajo su responsabilidad– pero casi por completo, incluyendo su fuerza de disuasión. Esto debe hacerse sin tardar y sin expectativa de reciprocidad.
Podemos oír las objeciones: habrían riesgos. ¡Sí, por supuesto! pero riesgos mucho menores que aquéllos que estamos corriendo al guardarlo. No nos sobrepasemos en idealismo; no busquemos una seguridad absoluta imposible; seamos razonables y escojamos el menor de los males. Y entonces quizás tomaremos un pequeño paso más por la causa de la paz.