Asistimos en nuestros días a una revalorización, social, política, jurídica y económica de la cultura, que la torna protagonista tanto desde lo empírico como desde las construcciones teóricas.
La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 reza en su artículo 27 que “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten.”
El derecho que las personas y los pueblos tienen respecto de la cultura no se limita al acceso a sus formas y manifestaciones, sino que incluye la producción, promoción y autogestión.
La cultura debe ser entendida como una forma de comunicación y libre expresión y, en tal sentido, favorecerse su desarrollo como natural naciente de sus actores, intuitivo y proactivo desde los intereses personales y grupales más íntimos y legítimos.
En este contexto, el gestor cultural es un facilitador en cuanto a diseño, planificación y administración de proyectos culturales, no obstante su figura no debe confundirse con la del mediador indispensable. Toda persona ha de entenderse potencialmente capaz de adoptar una actitud proactiva en materia cultural.
“Gestar –dicen Olmos y Santillán Güemes (2004)- es dar origen, generar, producir hechos...lo que, de por si, implica movimiento, crecimiento, transformación creadora…” siempre ligada a la acción.
Entendida la gestión cultural como “conjunto de acciones que potencian, viabilizan, despiertan, germinan y complejizan los procesos culturales” (Guédez y Menéndez, 1994), se aprecia claramente que tales acciones encuentran sus raíces en la persona humana y en los grupos primarios antes que en la figura de un profesional orientado al respecto, aun cuando éste pueda tornarse en mediador si las circunstancias lo hacen adecuado para los verdaderos portadores primigenios del derecho cultural.
Sería un signo de madurez social otorgar las herramientas adecuadas para que las personas puedan autogestionarse en los aspectos culturales como forma de reducir la intervención externa en los procesos de gestación y producción.
Porque “todos los integrantes de la sociedad han de ejercer y gozar el derecho a la cultura que no es solamente la posibilidad de acceso al consumo de toda la oferta sino también la libertad de expresión y promoción de las propias pautas identitarias de las minorías, sin imponer un modelo hegemónico” (Olmos, 2004).
Lo antedicho da lugar a la demanda de una especie de alfabetización cultural. García Carrasco (2009) señala al respecto la vigencia de la expresión “alfabetizaciones múltiples” que implica el proceso alfabetizador en muchas dimensiones en un amplio abanico de incorporación cultural.
Si lo que se desea es promover una cultura naturalmente emergente y libre de condicionamientos, las políticas en tal sentido deberían incluir una alta dosis de diseminación de los saberes atribuidos en forma genérica a la gestión. Una verdadera contribución a la democratización de la cultura debe hacer depositarios a los individuos y a los pequeños grupos sociales de las herramientas teórico prácticas para la acción.