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I. Elementos de diagnóstico

En nuestro mundo coexisten, por un lado, necesidades fundamentales sin satisfacer, recursos despilfarrados y destruidos y, por otro, capacidades de trabajo y de creatividad sin utilizar. Esto no es aceptable.

Padecemos tres grandes desequilibrios: entre el Norte y el Sur del planeta; entre los ricos y los pobres en el seno de cada sociedad; entre los hombres y la naturaleza. Estos tres desequilibrios reflejan una triple crisis de las relaciones y del intercambio: entre las sociedades, entre los hombres, entre los hombres y su entorno de vida. Estas crisis son inseparables. El no respeto al entorno de vida, por ejemplo, va a menudo con el no respeto a las mujeres y a los hombres.

Las tres crisis no pueden superarse por separado. No sabremos construir, a cualquier nivel, la armonía de las relaciones entre el hombre y su entorno si, al mismo tiempo, no se construye la armonía de las relaciones de los hombres entre ellos, de las sociedades entre ellas.

Estas crisis tienen causas comunes. El mundo ha evolucionado muy rápidamente durante los dos últimos siglos. La "modernidad" inventada en Occidente se ha difundido por todo el mundo. La mayoría de los países atraviesan una crisis espiritual y moral. No hemos sabido canalizar, en beneficio de todos los hombres, nuestras formidables capacidades para comprender, emprender y crear. Es difícil no ver en el centro de las tres crisis las consecuencias de las formas actuales del desarrollo científico y tecnológico, de la excesiva división del trabajo, del crecimiento de la esfera del mercado y de la circulación cada vez mayor de las mercancías y del dinero: en resumen, factores constitutivos de la "modernidad occidental" o, para algunos, de la "Modernidad".

En la mentalidad de sus promotores, estos factores de la modernidad debían haber sido los medios para el progreso de la humanidad y garantizar a todos los hombres prosperidad, paz, seguridad, felicidad, libertad. Si para una parte de la humanidad han contribuido, en cierta manera, a ello, han engendrado, simultáneamente, miseria, guerras, inseguridad, indigencia, opresión y, finalmente, la citada triple crisis.

En algunos siglos, la modernidad occidental se ha impuesto en el conjunto de los países del mundo por medio de una mezcla de coacción y atracción. La colonización y tras ella, la descolonización, han contribuido a difundir en todas partes el modelo de desarrollo y de sociedad de Occidente. Por la fascinación que ejerce y la eficacia que aporta, la modernidad se ha transformado, bajo distintos ropajes políticos, en la principal referencia de las élites de todos los continentes. Relaciones de poder y juego del mercado han contribuido juntos a disolver los valores y las relaciones de intercambio que no son mercantiles y, con ello, a desestructurar las sociedades tradicionales.

Los dos pilares de la modernidad - la libertad de intercambios y la ciencia - debían ser medios al servicio del progreso de los hombres. Hoy en día, están considerados demasiado a menudo como fines en sí mismos. Así, según la mitología económica de moda, la liberalización de todos los intercambios, tanto de mercancías como de dinero, se supone que debe garantizar, en todos los terrenos, un equilibrio automático y óptimo de los intercambios entre los hombres. Igualmente, según la mitología cientifista, más allá de los problemas o de los perjuicios, la alianza de la ciencia, de la técnica o de la industria, terminará siempre por aportar las soluciones y por hacer progresar la humanidad. A partir de este momento, bastaría con remitirse al mercado y a la ciencia.

La ciencia es, desde luego, una fuente de comprensión, de capacidad para actuar y de creatividad excepcional; pero, si puede ser movilizada para lo mejor, también puede serlo para lo peor. Igualmente, el mercado es un instrumento irreemplazable para relacionar de manera flexible una multitud de agentes, cada cual con necesidades, deseos y capacidades que ofrecer a cambio; pero las poblaciones sin recursos, las necesidades fundamentales no solventes, los riesgos ecológicos, los intereses de las futuras generaciones están, por decirlo así, fuera de su incumbencia. Ciencia y mercado no valen, en definitiva, mas que en relación a las opciones y a los objetivos de las sociedades en las que se desarrollan. Deben volver a encontrar su exacto lugar de instrumentos; instrumentos ciertamente esenciales, pero instrumentos al servicio de otros fines que sí mismos.

Sin embargo, la difusión de la ciencia y del mercado se ha visto acompañada de una grave crisis de valores. Incluso ha contribuido con creces a esta crisis. La ciencia y la tecnología, al poner de relieve el control y la manipulación de los hombres y de las cosas, ha alentado actitudes de rapiña, reduciendo la naturaleza, el mundo viviente y a los otros hombres al estado de instrumentos, descuidando las actuaciones más globales, más modestas y más respetuosas que exigiría la búsqueda de una armonía y de una solidaridad entre los hombres y su entorno. La exaltación del poder se impone a la búsqueda de la sabiduría. Por su parte, el mercado tiende a reducir el valor de los seres y de las cosas a su valor monetario, propaga la idea de que el enriquecimiento es la última medida del éxito tanto de los hombres como de las sociedades, impone un dominio de lo material sobre lo espiritual, necesita para funcionar hacer surgir sin cesar necesidades solventes nuevas, aunque se deban desviar las energías y las inteligencias de necesidades más fundamentales, lleva a privilegiar el corto plazo en detrimento del largo plazo. Los resultados están a la vista: dislocación moral de muchas sociedades, la generalización de la corrupción, el refugio en la droga, la indiferencia por los demás o por el entorno, la desorientación de la juventud.

Que la creciente sumisión de nuestras sociedades a la ciencia y al mercado constituya el centro de la triple crisis actual se debe, desde luego, a sus propias limitaciones, pero es también porque son medios peligrosamente eficaces al servicio de sociedades profundamente desiguales, ávidas, imprevisoras. Se debe, por último, al hecho de que el mundo ha cambiado tan rápidamente, el impacto de los hombres en su entorno ha crecido con tal rapidez, los intercambios internacionales han alcanzado repentinamente una amplitud tal, que la humanidad se ve sobrepasada por su propio movimiento. Las antiguas formas de regulación de las actividades humanas, elaboradas a lo largo de milenios, se han visto sobrepasadas antes de que las nuevas hayan tenido tiempo de nacer. En numerosos terrenos los desafíos se convierten en planetarios y escapan a las intituciones políticas tradicionales, al control democrático. Hay responsabilidades que deben ser asumidas y opciones que tomar a escala del planeta, pero los lugares o las instituciones para hacerlo no existen. La humanidad se encuentra en una situación en la que debe asumir el curso de su propio destino pero no sabe como lograrlo.

Nuestro mundo se ve arrastrado por una aceleración sin precedentes: generalización del reino de la mercancía, incremento de las producciones, de las poblaciones y de las necesidades, circulación de las informaciones, de los productos, de los hombres y de los capitales, puesta en servicio de servicios técnicos cada vez más potentes, aumento de las extracciones de recursos, de los desperdicios y desechos. Aumentan las desigualdades entre los hombres y las sociedades. Los equilibrios fundamentales del planeta y de lo vivo están amenazados, al igual que los intereses de las futuras generaciones.

Al mismo tiempo, cada sociedad se repliega en sus urgencias y sus propios objetivos. Las sociedades más ricas tratan de salvaguardar o de mejorar su bienestar mientras luchan contra el desempleo y la pobreza, y, para lograrlo, tratan de crear aún más mercancías; otras sociedades prosiguen la marcha forzada de la industrialización, a costa de graves daños al medio y a los hombres, teniendo como objetivo el ponerse al nivel de las más ricas; otras deben arrancar de la indigencia extrema a amplios sectores de su población; otras, por último, tratan de sobrevivir, simplemente sobrevivir, a menudo entre discordias y enfrentamientos. Estas búsquedas, paralelas más que convergentes, sólo pueden llevar al desarrollo de nuevas desigualdades, al establecimiento, en el seno de las sociedades y entre las sociedades, de nuevas formas de apartheid entre ricos y pobres y a profundos desequilibrios ecológicos locales, regionales y mundiales que afectarán en primer lugar a los más desfavorecidos.

Todos los estudios están de acuerdo al respecto. De las decisiones que se tomen o no durante los 90, de las correcciones que se operen o no en algunos ámbitos primordiales dependerá, en gran parte, la profundidad, la gravedad, el grado de irreversibilidad de los desequilibrios a los que se verá confrontada la humanidad durante la primera mitad del próximo siglo. Creemos que la humanidad va a tener que emprender, en los próximos años, una revolución espiritual, moral, intelectual e institucional de gran amplitud. Sólo podrá hacerlo buscando guías para la acción en lo mejor de sus tradiciones, de sus civilizaciones y en sus impulsos más generosos.



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